En la gran (y cara) tienda Eaton, papá nos dijo que solo podíamos "mirar", pero no comprar. En la tienda K-Mart, las reglas fueron más laxas, y a los tres nos dijeron que podíamos "mirar" y quizás comprar una o dos cosas. ¡Regocijo!
La simple experiencia de tener un carro de compras para atravesar el sector de juguetes y sacar cosas de los estantes y meterlas dentro era algo nuevo y maravilloso. En Pakistán, ibas a una juguetería para tu cumpleaños o en Eid si tenías suerte. Te parabas al lado de tu madre examinando la limitada selección y pedías ver solo lo que tenías intención de comprar. La persona que atendía iba hacia los polvorientos estantes, tomaba el objeto de tu deseo y te lo entregaba, siempre vigilando que no lo rompieras o peor: que te fueras con él en cuanto te diera la espalda.
Aturdida con la excitación, dentro del carro metí seis muñecas Barbie, su guardarropa de viaje y una docena de conjuntos. Media hora después, el carro rebalsado de juguetes llegó a la caja, donde nos encontramos con la mirada desaprobadora de nuestro padre. Valientemente, llevamos el carro a la fila de la caja, convencidos de que él no podría ser tan desalmado como para sacar algo del carro... ¡no frente a toda esa gente!
Pero ¡ay de mí! Todas las Barbies salieron junto a la mayoría de los conjuntos. "Por favor, por favor, por favor... el guardarropa no", imploraba silenciosamente. No sé si fue por mis miradas de deseo o por los exasperados suspiros del cajero, pero logré llevarme una Barbie, cuatro conjuntos y el guardarropa.
Todavía recuerdo vívidamente esa Barbie. Era el pináculo de la perfección. Grandes ojos azules, cabello largo rubio, una cintura imposiblemente pequeña y piernas interminables. Se balanceaba en las puntas de sus pequeños pies de bailarina.
¡Y esa ropa maravillosa! Me asombraba cómo esos diminutos atuendos abrazaban cada una de sus curvas. Los di vuelta y examiné cómo estaban cosidos, tan perfectamente: sin ningún fruncimiento ni una arruga.
¡Cuatro atuendos no eran suficientes para ninguna Barbie que se respetara! Al menos, tenía que llenar su guardarropa. Mi madre, una hábil costurera, me pasó el bichito. No pasó mucho tiempo y yo estaba creando mi propia moda para Barbie, de estilo paquistaní: saris, burqas y esas cosas.
Comprometida a los 16 y casada a los 21, tuve la suficiente suerte de poder completar mi educación con una maestría. Soñaba con estudiar en el exterior, pero eso estaba fuera de discusión. Las chicas de familias musulmanas decentes no dejaban el hogar hasta que se casaban. No tenía sentido gastar una fortuna educando a una chica en el exterior: aunque tuviera educación, ella nunca haría otra cosa que cuidar la casa y tener hijos. Esos eran los sentimientos de mi padre.
La vida me llevó a distintos lugares: de Pakistán a Inglaterra y Escocia y, finalmente, a los Estados Unidos. Esposa obediente, seguía a mi marido a cualquier lugar donde él iba. Empecé una carrera en un banco comercial, la mantuve por un tiempo y llegaron, uno a uno, los hijos. Cuando a nuestro hijo le diagnosticaron un retraso en el desarrollo, fue el final de mi carrera bancaria.
Desafiando los tradicionales roles de género, traté de reconciliar mis sueños con la realidad de ser una paquistaní musulmana. Nunca pude entender cómo Dios, el Justo e Imparcial, podía haber creado la mitad de la humanidad para que fuera inferior y sirviera a la otra mitad. Eso desafiaba a la lógica y no tenía sentido para mí. ¿Cuál era mi rol en la vida? ¿Cuál era mi lugar en el mundo?
Después de todo, me dije, el Islam llegó hace más de 1.400 años y les dio a las mujeres derechos desconocidos hasta entonces: derecho a casarse con alguien de su propia voluntad, derecho al divorcio y derecho a heredar. Fue Khadijah, una mujer de negocios, de 40 años y viuda, quien se propuso y se casó con el Profeta Mahoma, que era su empleado y 15 años menor. Eso es bastante emancipado incluso para los estándares de hoy, ¡y pasó hace 1.400 años!
Sin embargo en mi experiencia del mundo moderno, en todas partes, sin importar la geografía, la cultura o la fe, parecía que se valora a las mujeres por su juventud, su belleza, sus cuerpos. Y a los hombres se los valoraba por su posición social y su poder económico. El cuerpo de la mujer se usaba para vender de todo, desde cerveza y autos hasta cigarrillos, y eran los hombres los que representaban el intelecto y vendían información e ideas.
Mis hijas fueron bombardeadas con una interminable serie de últimas modas y tendencias. Les enseñé a defenderse, a ser diferentes y a sentirse cómodas en su propia piel. Y eran diferentes: chicas de cabellos oscuros e integrantes de una fe desconocida, usaban pantalones largos durante las clases de gimnasia, no tenían citas y no comían pepperoni. Pero caminábamos la cuerda floja felices, equilibrando nuestra fe islámica con nuestra cultura estadounidense. En general, nos considerábamos bastante bien asimilados a nuestra comunidad rural de California.
Y entonces pasó el 11-9.
Todo cambió. Los secuestradores no solo secuestraron aviones y asesinaron a miles de inocentes, también secuestraron nuestra fe. De pronto, mis ojos se volvieron hacia mi interior y un diálogo tuvo lugar dentro de mí. ¿Qué significaba ser musulmán? ¿Qué significaba ser una mujer musulmana? Miré a la gente de otras religiones. ¿No eran más las cosas que nos hacían parecidos que las que nos hacían diferentes?
María, Miriam o Mariam: todas ellas eran mujeres con las mismas esperanzas, los mismos sueños y los mismos miedos.
¿Por qué el velo o hijab de la mujer musulmana era un símbolo tan cargado políticamente? Si las mujeres querían vestirse modestamente o cubrirse el cabello por elección, ¿por qué se suponía que estaban oprimidas? ¿Qué representa ser civilizados? ¿Estar cubiertos o estar desnudos?
La idea de empezar la compañía de ropa modesta para mujeres se me ocurrió un amanecer, mientras estaba en la cama durante el ayuno de Ramadán. Mi mente volaba. ¿Qué representa una mujer que se viste modestamente? Dejando de lado la fe, representa la idea de que una mujer debería ser apreciada por su intelecto y no valuada por la forma de su cuerpo. Al elegir cubrirse, no está oprimida: está empoderada. Desafía a quienes la rodean a ver más allá de su exterior, a mirar la fuerza y la belleza en su interior. Para mí, esta noción trasciende la geografía, la religión y la cultura. Las mujeres pelearon largamente la batalla por la igualdad, pero mientras su valor como individuos esté basado en lo superficial -juventud, belleza, sexualidad-, el valor de su capital humano se verá socavado.
Y así nació Artizara.com.
Reúne mi talento para diseñar ropa para la Barbie, mi fe y mi deseo de encontrar un término medio para las mujeres de todas las culturas. Artizara encuentra inspiración en Oriente y Occidente, en lo viejo y lo nuevo, lo contemporáneo y lo tradicional, lo rústico y lo refinado para crear un estilo ecléctico y único. Las creaciones de Artizara interpela a mujeres socialmente conscientes, de cualquier origen, que desean vestirse a la moda pero modestamente y que creen que su ropa es un reflejo no solo de los valores en los que creen, sino también de su valor como seres humanos.
Desde sus inicios, en 2003, Artizara nunca miró atrás. Una pequeña compañía con grandes sueños, nos han entrevistaron de NPR y Washington Post y nos mencionaron en New York Times. Hoy tenemos una clientela que incluye mujeres de todas las religiones y los orígenes y hacemos envíos a clientes de todas partes del mundo.
Para mí, este viaje está recién empezando. A través de Artizara, hice nuevos amigos y no solo descubrí, sino que trato de definir, qué significa ser una mujer musulmana que vive en los Estados Unidos de hoy.
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Para ver la línea completa de Artizara, visite http://artizara.com.